Alzó los brazos y -casi frotándose las manos- juró a todos los presentes que se terminaría el tatuaje. Dejó su tercio de cerveza, se abrió la camisa y me lo enseñó. Entre un conglomerado de vello cano y piel enrojecida y arrugada por el paso del tiempo, se adivinaba un pequeño escudo albi-morado. Le tapaba el corazón y era muestra de sus colores. Entonces me explicó que hacía 3 años le había añadio una enorme copa, el orgullo del continente.
En ese momento entendí que debía mantener la boca cerrada. Y la portería. Y decir no a sus invitaciones a cañas.
domingo, 10 de junio de 2007
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