Las agujas avanzan, el tiempo pasa y él cada vez mira el reloj con más ansia. No llega. Pero seguro que lo hace. Tarde, como siempre. Maravillosamente tarde y espléndida.
Decenas de jóvenes se arremolinan en torno a una reducida plaza que no duerme nunca y una boca de metro que no deja de escupir encuentros y desencuentros.
Como todo el mundo, él espera, pero nadie se percata de que lo hace con otra cara, con otras ganas, con otro corazón.
De repente, luz en la plaza de Callao a las 21.57. Ya esta ahí, radiante, morena, sobre altas botas negras, entallado jersey negro, pequeño bolso negro y penetrantes ojos descaradamente negros que buscan entre el bullicio a su particular rayo de luz.
Sin darle tiempo a ubicarse una vez devuelta a la superficie, él se adelanta. Es él el que está ahí, es él el que parece haber acabado de llegar, es él para quien todo es nuevo, para quien todo su mundo está concentrado en esa pequeña plaza en la que adolescentes, mariachis o leopardinos nunca podrían eclipsar ni un solo lux de los que le atraviesan corazón, esternón y estómago cada vez que su diafragma de sentimientos se abre para que un remolino consiga alcanzarle el flato y dejarle sin respiración.
Ella, sin embargo, tan sólo está de nuevo en la superficie.
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